Cuando gané el campeonato olímpico, en el año 1900, contaba sólo 17 años, y a pesar de la franca y potente hostilidad de los jueces, que no sólo veían en mí a un extranjero, a un latinoamericano, a un intruso, sino a un muchacho que debía únicamente estar estudiando en liceo y no derrotando a ídolos consagrados